En los últimos años, España ha sido un país excepcional en Europa por la intensidad y volumen de la corriente migratoria recibida. Esa excepcionalidad tiene una fecha y un lugar de nacimiento: el año 2000 en el Congreso de los Diputados. Desde ese año, España pasó de tener una intensidad migratoria muy inferior a la media de la Europa Occidental a tener una marcadamente superior. De acuerdo con datos de Eurostat, la intensidad de la migración internacional con destino a España (estimado como el número de inmigrantes llegados en un año sobre el total de la población), que se situaba a poco más de un tercio del nivel medio de los países europeos desarrollados, pasó a superar la media en más del 60% desde el año 2000. De hecho, en los años 2005 y 2006 la intensidad de la inmigración a España sólo fue superada por la de Irlanda y fue más del doble de lo que se dio en las economías más fuertes de la zona (Alemania y Reino Unido). No cabe duda alguna acerca de esta excepcionalidad a partir del año 2000.
Esta situación no puede ser explicada por los determinantes últimos de los procesos migratorios. Hubo un intenso crecimiento económico en España, muy marcado en el sector de la construcción que absorbe generalmente a la mano de obra inmigrante, pero el crecimiento fue también notable en otros países europeos y sin embargo no se correspondió con una llegada de inmigrantes tan intensa. España adolece de una estructura por edades de la población muy sesgada y que conduce a una importante reducción de la oferta de trabajo nativo en edades jóvenes. Sin embargo, otros países con los mismos desajustes demográficos no han atraído ni la tercera parte de inmigrantes que España en los últimos años. Italia es un buen ejemplo de ello. Tampoco diferimos mucho de nuestros vecinos de la Europa del Sur en el intenso cambio social que ha terminado provocando el abandono por parte de los trabajadores españoles de segmentos del mercado de trabajo que en otras épocas nos parecían atractivos. Todos estos factores, incluida la ventaja que España presenta para inmigrantes con un idioma común, explican de manera conocida el aumento de la llegada de inmigrantes a España, pero ninguno de ellos puede explicar la excepcionalidad del caso español desde al año 2000, entre otras cosas porque muchos de los factores mencionados ya existían antes de ese año
¿Cómo podemos, entonces, explicar esta excepcionalidad española? Pensamos que cabe buscar su origen en las consecuencias no anticipadas de las dos leyes orgánicas de Extranjería del año 2000 (04/2000 y 08/2000). En el artículo 12 (nunca retocado a pesar de las sucesivas reformas de la ley) se dice textualmente: "Los extranjeros que se encuentren en España inscritos en el padrón del municipio en el que residen habitualmente tienen derecho a la asistencia sanitaria en las mismas condiciones que los españoles". En similares términos se expresa el artículo referido a la educación obligatoria. A partir de esta ley se articula en España un sistema mediante el cual los inmigrantes, legales e irregulares, pueden acceder a derechos fundamentales (sanidad y educación) de manera muy sencilla: por el mero hecho de inscribirse en el padrón municipal. La inscripción en el padrón municipal es tan fácil, además, que no se exige ni siquiera la presencia física de todos los miembros del hogar a la hora de empadronarse. Es cierto que posteriormente hay que salvar algunas trabas burocráticas para contar con, por ejemplo, la tarjeta sanitaria, pero en líneas generales España se convierte desde el año 2000 en un país excepcional en Europa, en el país más "amigable" para los inmigrantes que, de manera sencilla, gozan de codiciados derechos sociales sin parangón en sus países de origen ni en otros países europeos. En la mayoría de estos países los inmigrantes irregulares tienen derecho sólo a la asistencia sanitaria de urgencias y a la atención médica a los menores de edad y mujeres embarazadas. La gran mayoría de los grupos políticos en España apoyaron esta ley, bien en su versión original, bien en la versión corregida que no cambió el artículo aquí mencionado, siendo todos, por tanto, responsables de sus efectos.
A tenor de los datos existentes, el efecto de la ley parece haber sido inmediato. Tan sólo en el año 2000, el número total de personas nacidas en el extranjero aumentó en 50% (sin incluir personas de la UE-15). Esta reacción, indicio de un muy eficaz flujo de información, llegó a afectar a algunos grupos de forma realmente espectacular (ecuatorianos o rumanos, por ejemplo, cuyo número aumentó en 6,5 y 4,4 veces, respectivamente, a lo largo del mismo año). Los ritmos de aumento continuaron siendo elevadísimos hasta el año 2003, a partir del cual la progresiva imposición de la exigencia de visado para la inmigración de latinoamericanos empezó a moderar el aumento, pero siempre a niveles considerables de inmigración.
¿Actúan los inmigrantes de forma tan racional como para diferenciar entre los distintos sistemas sanitarios y educativos a la hora de elegir su país de destino? Parece ser que sí, pues si sumamos este factor diferencial a todos los señalados anteriormente para explicar la atracción de inmigrantes en España, los derechos concedidos en la Ley de Extranjería (y sobre todo la facilidad con que se accede a ellos) serían como ese ingrediente de la receta que convierte un apetitoso plato en irresistible. Una encuesta reciente de Médicos del Mundo muestra cómo España es el país de la Unión Europea donde mayor es el porcentaje de inmigrantes (más del 78%) que conoce sus derechos en el sistema de salud público. La evidencia muestra, además, que en España no hay diferencias entre los inmigrantes irregulares e inmigrantes legales en el grado de utilización de los servicios sanitarios. El español es, pues, un servicio sanitario universal.
No entramos aquí a valorar argumentos a favor o en contra de la concesión de esos derechos; es indudable que fue una legislación muy avanzada desde el punto de vista del progreso social y los derechos fundamentales de las personas. El que no ocasionara polémica ni rifirrafe político entonces ni tampoco tras las sucesivas reformas de la ley, parece muestra de un consenso amplio. Tampoco entramos en la controversia acerca de si se debería haber previsto un mayor esfuerzo de financiación de servicios que aumentan el número de usuarios de manera exponencial. Parece obvio y las actuales estrecheces del sistema sanitario y educativo en muchas comunidades autónomas indican la existencia de desajustes profundos. Nos limitamos a señalar que nadie anticipó que esa concesión de derechos ha resultado ser el elemento definitivo para convertir a España en un país totalmente excepcional desde una perspectiva migratoria. El verdadero "efecto llamada", sobre el que tanto se ha polemizado, parece ser esa generosa concesión de derechos.
Ahora que el Gobierno plantea, cada vez más abiertamente, el endurecimiento de la política migratoria (la reducción del catálogo de ocupaciones de difícil cobertura y las restricciones a la reagrupación familiar de inmigrantes van en ese sentido), la pregunta es: ¿debemos homologarnos al resto de los países de la Unión Europea y reformar los requisitos de empadronamiento que otorgan amplios derechos a los inmigrantes por el mero hecho de dicha inscripción? Suena duro, antisocial e injusto, pero esa reforma pondría fin a la excepcionalidad española en materia de inmigración. ¿Aceptaría la sociedad española un endurecimiento de los derechos de los inmigrantes en ese sentido? Si la respuesta es no, todos debemos ser conscientes de lo que ello implica.
David Reher es catedrático de la Universidad Complutense. Blanca Sánchez Alonso es catedrática de Historia Económica. Ambos son investigadores del Grupo de Estudios de Población y Sociedad (GEPS).
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