"Un año de matrícula de honor, de medalla de oro y brillantes", dice, retórico, Jaime Lissavetzky, secretario de Estado para el Deporte, quien se deja llevar por la hipérbole, más necesaria en los tiempos de la crisis que llega, en los que sólo el Gordo de la lotería y los oros de los deportistas vertebran la esencia del españolismo. Menos retórico, Alberto Contador, una de las figuras del año de todas las victorias, subraya la idea. "Una buena parte de nuestra fuerza, de nuestra fe, nos llega del apoyo de la afición", dice el ciclista de Pinto (Madrid). "Cuando competimos, sentimos que representamos a todos los españoles". Y el mismo sentimiento, el de que los éxitos deportivos son el único pegamento, sintetizado en la metáfora de la marea roja, que hace sentirse paisanos a uno de Cádiz y a uno de Bilbao, incluso, envuelve todos los análisis, necesariamente superficiales, de todos los enviados especiales de la prensa internacional, descendidos en aluvión sobre España las últimas semanas con sólo una pregunta en su cartuchera: ¿cómo es posible que el deporte español haya hecho lo que ha hecho en 2008?
Se puede hablar de que, por fin, el deporte español se ha puesto a tono, como antes la economía patria y la sociedad civil, con el ritmo europeo, y no hay mejor síntoma de ello que el éxito de la selección nacional de fútbol, una aventura colectiva que, por primera vez en la historia, coloca en el pináculo de la fama una idea de juego propiamente española; se puede jugar con la idea de que la vía abierta por Miguel Indurain, al comienzo de los noventa del pasado siglo, la idea de la pérdida del complejo de inferioridad, de que los europeos no eran más altos y más fuertes que los españoles, abrió el camino; se puede escribir tesis teológicas o elaborar teorías políticas; se puede elegir entre la explicación que mejor case con la necesidad de quien la use, se pude estar de acuerdo, o no, con Ferlosio, pero no se pueden olvidar tres cosas: la esencia de las victorias y las gestas nace de la relación entre una persona, el deportista, el campeón, y la vacuidad de las horas de entrenamiento solitario en las que la persona se encuentra frente a frente consigo mismo; toda teoría, todo rendimiento deportivo, es reducible a números, a horas, a minutos, a cantidad de medallas; y, tres, la final de Wimbledon, las siete horas de lucha increíble hasta el anochecer de un verano en Londres, entre Nadal y Federer, se constituye en la primera vez en la que un deportista español protagoniza uno de los tres momentos más importantes del año deportivo.
Los otros dos fueron olímpicos, y les correspondieron a Michael Phelps, el nadador de Baltimore que bautizó el futurista Cubo de Agua del anillo olímpico de Pekín con ocho medallas de oro en ocho días -batió, así, el récord, siete, establecido por Mark Spitz en Múnich 72-, llevando a 14 -ningún deportista como él en la historia olímpica- su total, contando con la seis logradas en Atenas 2004, y a Usain Bolt, el prodigioso gigante jamaicano que obligó a repensar en los límites de la relación entre el ser humano y la velocidad con sus récords en los 100 metros (9,69s), 200 metros (19,30s) y relevos 4x100, marcas a la altura del alarde científico-tecnológico-artístico del escenario en el que los consiguió, el magnífico estadio del Nido de Pekín.
Con Phelps se habló de los límites del rendimiento sostenido, con Bolt de la capacidad increíble de correr deprisa sin perder la sonrisa, con Nadal, de la regularidad en la excelencia.
Antes que a Nadal, el deporte español había dado por generación espontánea a gente como Seve Ballesteros, deportista inconstante y genial, un Picasso capaz de reinventar las reglas de su deporte, en su caso el golf; nada que no estuviera en el tuétano de lo español, o de gente sobria y regular como Indurain. Pero con el tenista de Manacor, con su increíble 2008 -el de su cuarto Roland Garros, primer Wimbledon, primer oro olímpico, primera temporada terminada como número uno mundial, el de su contribución importante a la tercera Copa Davis del tenis español-, España ha parido el ser nuevo, el del deportista genial y, por lo tanto, único, a la vez que regular. Hasta su triunfo en Wimbledon, tras cinco sets, siete horas de batalla cerrada, a muerte, con el anterior ganador, Roger Federer, nadie desde Bjorn Borg había sido capaz de encadenar en la misma temporada la victoria en la arcilla roja de Roland Garros con el triunfo en la hierba pelada de Wimbledon. La victoria del sueco se consumó en la madre de todos los partidos, la final contra el jovencito John McEnroe en cinco sets (incluido un tie-break de 34 puntos, 18-16) a lo largo de 3 horas y 53 minutos de juego real. Inevitablemente, a la hora de glosar las siete horas del partido (4 horas y 48 minutos de juego real: el resto fueron interrupciones obligadas por la lluvia) y el final crepuscular a que se vio abocado el partido entre Federer y Nadal, no hubo cronista que no se viera obligado a la comparación con el partido de tenis que definió el siglo XX.
Hasta el mes de junio pasado, la España futbolística no había gozado del derecho a la exaltación común. Los triunfos europeos de clubes como el Madrid y el Barça, si algo hacían, era agrandar el tamaño de la decepción que sumía el aficionado llegado el momento de los Mundiales y la Eurocopa de selecciones. La pregunta, la duda, ¿por qué España no gana como equipo?, se había convertido, de paso, en síntoma y señal de la histórica incapacidad nacional para trabajar en común. Todo, hasta que un gol de Fernando Torres el domingo 29 de junio en el Prater de Viena hundió a Alemania, hundió la leyenda negra. España no sólo ganó la Eurocopa a Alemania, guiada por el increíble Xavi, lo hizo creando un estilo, una escuela propia e intransferible, cuyas raíces no habría que buscar en la furia, el mito patrio, sino en la poesía -la rima del tiquitaca que popularizó el comentarista- destilada por Johan Cruyff a través del dream team en la década de los noventa. Como un río subterráneo el estilo recorrió todo el fútbol español hasta que afloró en Austria.
Las ocho medallas de Phelps, los 9,69 segundos de Bolt, las siete horas de Nadal, los 90 minutos de la roja... las tres semanas de Contador.
Alberto Contador, lo más grande que le ha ocurrido al ciclismo español desde Indurain, estaba en la playa una semana antes del comienzo del Giro, cuando su equipo le obligó a correr la corsa rosa. Menos de un mes después, el chico de Pinto ganaba el Giro. Fue el comienzo de un año único, en el que el ciclismo español, el deporte más regular en el arte de la victoria, acabó ganándolo todo. Tanto se ganó, incluido el oro olímpico en la Gran Muralla de Samuel Sánchez, que hasta un éxito que otros años justificaría toda la temporada, la victoria en el Tour de Carlos Sastre, acabó sepultado en la marea triunfal, un ácido más para aumentar el tamaño de la úlcera que debe de aquejar al estómago del español lúcido Rafael Sánchez Ferlosio. -
Reportaje del suplemento Domingo de EL PAÍS.
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